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viernes, 14 de febrero de 2014

Leopoldo Lugones - Metempsicosis

Metempsicosis




Era un país de selva i de amargura,
un país con altísimos abetos,
con abetos altísimos, en donde
ponía quejas el temblor del viento.
Tal ver era la tierra cimeriana
donde estaba la boca del Infierno,
la isla que en el grado ochenta i siete
de latitud austral, marca el lindero
de la líquida mar; sobre las aguas
se levantaba un promontorio negro,
como el cuello de un lúgubre caballo,
de un potro colosal, que hubiera muerto
en su última postura de combate,
con la hinchada nariz humeando al viento.
El orto formidable de una noche
con intenso borrón manchaba el cielo,
i sobre el fondo de carbón flotaba
la alta silueta del peñasco negro.
Una luna ruinosa se perdía
con su amarilla cara de esqueleto
en distancias de ensueño y de problema;
i había un mar, pero era un mar eterno,
dormido en un silencio sofocante
como un fantástico animal enfermo.
Sobre el filo más alto de la roca,
ladrando al hosco mar estaba un perro:

Sus colmillos brillaban en la noche
pero sus ojos no, porque era ciego.
Su boca abierta relumbraba, roja
como el vientre caldeado de un brasero;
como la gran bandera de venganza
que corona las iras de mis sueños;
como el hierro de una hacha de verdugo
abrevada en la sangre de los cuellos.
I en aquella honda boca aullaba el hambre,
como el sonido fúnebre en el hueco
de las tristes campanas de Noviembre.
Vi a mi alma con sus brazos yertos
i en su frente una luz, hipnotizada
subía hacia la boca de aquel perro,
o que en sus manos i sus pies sangraban,
como rosas de luz, cuatro agujeros;
que en la hambrienta boca se perdía,
i que el monstruo sintió en sus ojos secos
encenderse dos llamas, como lívidos
incendios de alcohol sobre los miedos.


Entonces comprendí (Santa Miseria!)
el misterioso amor de los pequeños;
i odié la dicha de las nobles sedas,
i las prosapias con raíz de hierro;
i hallé en tu lodo gérmenes de lirios,
i puse la amargura de mis besos
sobre bocas purpúreas, que eran llagas;
i en las prostituciones de tu lecho
vi esparcidas semillas de azucena,
i aprendí a aborrecer como los siervos;
i mis ojos miraron en la sombra
una cruz nueva, con sus clavos nuevos,
que era una cruz sin víctima, elevada
sobre el oriente enorme de un incendio,
aquella cruz sin víctima, ofrecida
como un lecho nupcial. I yo era un perro!

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