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martes, 5 de noviembre de 2013

Octave Mirbeau - El jardín de los suplicios (fragmentos)

«Su palabrería, su voz, me irritaban. Desde hacía unos minutos, ni siquiera percibía su belleza. Sus ojos, sus labios, su nuca, sus pesados cabellos de oro, e incluso los ardores de su deseo, y hasta la lujuria de su pecado, ahora todo en ella me parecía repulsivo. Y de ese escote entreabierto, de la desnudez rosa de su pecho, donde tantas veces yo había respirado, había bebido, había mordido la embriaguez de perfumes excitantes, ahora se elevaba la exhalación de una carne putrefacta, de aquel pequeño montón de carne putrefacta que era su alma... Varias veces intenté interrumpirla con un violento ultraje, cerrarle la boca con mis puños, torcerle la nuca... Sentía surgir en mí un odio tan salvaje contra aquella mujer que, agarrándola del brazo rudamente, grité con voz enloquecida:
—¡Cállate, por Dios, cállate ya! ¡No vuelvas a hablarme nunca, nunca más! ¡Porque tengo ganas de matarte, demonio, debería matarte y después tirarte al pudridero, porque no eres más que carroña!
A pesar de mi exaltación, tuve miedo de mis propias palabras. Pero para hacerlas ya irremediables repetí, magullándole el brazo con mis manos enloquecidas.
—¡Carroña, carroña, carroña!
Clara no hizo ningún movimiento de defensa, ni siquiera con los ojos. Adelantó el cuello, ofreció el pecho. Su rostro se iluminó con una alegría desconocida y resplandeciente. Simplemente, lentamente, con una dulzura infinita, dijo:
—Pues bien, mátame, querido. Me gustaría morir por tus manos, amado de mi corazón...
Aquello había sido un relámpago de rebelión en la larga y dolorosa pasividad de mi sumisión. Se apagó con la misma rapidez con que había nacido. Avergonzado del grito insultantemente ruin que había proferido, solté el brazo de Clara y toda mi cólera, debida a la excitación nerviosa, se fundió súbitamente en un gran abatimiento.
—¡Ya ves! —dijo Clara, que no quiso aprovecharse más de mi lamentable derrota ni de su triunfo demasiado fácil—. Ni siquiera tienes valor para eso, que habría sido hermoso. ¡Pobre niño!

Y como si nada hubiese ocurrido entre nosotros, continuó contemplando con mirada apasionada el espantoso drama de la campana».

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