«Su palabrería, su voz, me irritaban. Desde
hacía unos minutos, ni siquiera percibía su belleza. Sus ojos, sus labios, su
nuca, sus pesados cabellos de oro, e incluso los ardores de su deseo, y hasta
la lujuria de su pecado, ahora todo en ella me parecía repulsivo. Y de ese
escote entreabierto, de la desnudez rosa de su pecho, donde tantas veces yo
había respirado, había bebido, había mordido la embriaguez de perfumes excitantes,
ahora se elevaba la exhalación de una carne putrefacta, de aquel pequeño montón
de carne putrefacta que era su alma... Varias veces intenté interrumpirla con
un violento ultraje, cerrarle la boca con mis puños, torcerle la nuca... Sentía
surgir en mí un odio tan salvaje contra aquella mujer que, agarrándola del
brazo rudamente, grité con voz enloquecida:
—¡Cállate, por Dios, cállate
ya! ¡No vuelvas a hablarme nunca, nunca más! ¡Porque tengo ganas de matarte,
demonio, debería matarte y después tirarte al pudridero, porque no eres más que
carroña!
A pesar de mi exaltación, tuve
miedo de mis propias palabras. Pero para hacerlas ya irremediables repetí,
magullándole el brazo con mis manos enloquecidas.
—¡Carroña, carroña, carroña!
Clara no hizo ningún movimiento
de defensa, ni siquiera con los ojos. Adelantó el cuello, ofreció el pecho. Su
rostro se iluminó con una alegría desconocida y resplandeciente. Simplemente,
lentamente, con una dulzura infinita, dijo:
—Pues bien, mátame, querido. Me
gustaría morir por tus manos, amado de mi corazón...
Aquello había sido un relámpago
de rebelión en la larga y dolorosa pasividad de mi sumisión. Se apagó con la misma
rapidez con que había nacido. Avergonzado del grito insultantemente ruin que
había proferido, solté el brazo de Clara y toda mi cólera, debida a la
excitación nerviosa, se fundió súbitamente en un gran abatimiento.
—¡Ya ves! —dijo Clara, que no
quiso aprovecharse más de mi lamentable derrota ni de su triunfo demasiado
fácil—. Ni siquiera tienes valor para eso, que habría sido hermoso. ¡Pobre
niño!
Y como si nada hubiese ocurrido
entre nosotros, continuó contemplando con mirada apasionada el espantoso drama
de la campana».
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